martes, 1 de abril de 2014

La maternité

Apoyó la mano en el mármol ennegrecido para agacharse a abrir el horno. En la bandeja, un par de mulsos de pollo poco hechos y unas patatas mal cortadas humeaban y desprendían un olor a rancio que se perdía en el ambiente cargado de la cocina. Despegó la mano del mármol y se sirvió la comida en uno de los platos apilados en el fregadero, esperando a ser lavados.

Marta se sentó en el sofá a disfrutar por quinta vez de Orgullo y prejuicio mientras devoraba su pollo. Al terminar de comer, se limpió las manos en su camisón blanco lleno de manchas, y continuó con la mirada clavada en la pantalla de treinta y ocho pulgadas, disfrutando de cómo el señor Darcy y la señorita Bennet se enzarzaban en una de las discusiones en las que ninguno de los dos daba la razón al otro.

Mientras se secaba las lágrimas y pensaba en si volver a ver la película, tuvo la impresión de que olvidaba algo. Intentó hacer memoria y empezó a dar vueltas por el salón, poniéndose cada vez más nerviosa. Finalmente, se detuvo en seco y sintió que el corazón se le paraba durante unos segundos. Se llevó las manos a la cabeza y se estiró del pelo mientras murmuraba palabras ininteligibles. Entonces, caminó rápidamente hasta una de las habitaciones y se detuvo en la puerta, agarró el pomo y apoyó la frente sobre la madera. Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas y tras inspirar profundamente, giró el pomo y abrió la puerta.

El bebé, olvidado por su madre durante días, yacía sin vida en la cuna. Marta cayó de rodillas al suelo y gritó tan alto como sus pulmones le permitieron mientras las uñas le desgarraban la piel del cuello.

Despertó entre gritos y sudor y se incorporó en la cama, jadeante. Sus ojos se perdieron en su propio reflejo. Frente a ella, el espejo le mostraba una muñeca flaca de pelo alborotado rubio y ojos azules enmarcados en pronunciadas ojeras.

Bajó los pies al frío suelo y se levantó de la cama. La falda del camisón se deslizó hasta sus tobillos y echó a andar, despacito y temerosa, hacia la habitación de al lada. Abrió la puerta con toda delicadeza, intentando no hacer ruido alguno y asomó la cabeza antes de entrar y sonreír por ver a su amado niño plácidamente dormido en la cuna. Se acercó a él para cogerlo en brazo. "Sólo ha sido una pesadilla, ¿verdad?", susurró y besó la suave mejilla de su hijo. Se sentó en la mecedora y dejó caer uno de los tirantes del camisón por su hombro hasta descubrir su pecho.

El cuerpo inerte y en proceso de descomposición del bebé reposaba sobre su madre mientras ella apretaba la cabecica, suavemente, contra el pecho y tarareaba una dulce melodía:

"Duerme, mi niño..."



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